Dedicado a todos los escritores que participaron en la VIII Microquedada Relatista
Después de un buen puñado de experiencias pendientes de escribir, he caído rendido. Suelo recordar mis sueños con bastante nitidez y siempre sé que estoy soñando. Hoy, en cambio, me siento como en la vigilia. Estoy en un pasillo que no parece tener fin en ninguno de sus dos extremos, aunque no puedo saberlo porque se cierran en un punto de una negrura total. Hay muchas puertas blancas. Abro una al azar y me encuentro en el almuerzo de ese mismo día. Todos me miran un segundo y luego vuelven a sus cosas. Me acerco a Pablo y le pregunto si estamos en un sueño.
—No lo sé —me responde, sin prestarme demasiada atención—. No recuerdo cuánto tiempo llevo aquí. Intento irme pero no puedo.
Todo el mundo parece mantener conversaciones con normalidad. Sin embargo, cuando me acerco a Elisa, que está hablando con dos personas a las que no recuerdo, descubro que no están diciendo nada con sentido:
—Ochocientos cinco —dice Elisa.
—Cuatrocientos dieciséis —le responde una chica rubia.
—Treinta y dos —agrega un tipo con ojos de halcón.
Regreso al pasillo. Pruebo suerte con otra puerta. Estoy en Río Grande, donde se había celebrado la cena inaugural. Están empezando a conocerse. Sin cerrar esa puerta, vuelvo a abrir la anterior y el almuerzo sigue desarrollándose, con personas duplicadas en ambas salas. Imagino que sería divertido poner a alguien frente a su doble. Voy a donde la cena, cojo a Maca del brazo y le pido que me acompañe. Ha debido de adivinar mis intenciones porque se frena en seco.
—No puedo —dice en un tono indescifrable—. Todo debe resolverse donde corresponde.
Siendo un sueño, pienso que no pasará nada si fuerzo los acontecimientos, así que la empujo hacia la puerta. En ese momento, como leucocitos que responden a la entrada de un germen en el organismo, todos los presentes se precipitan hacia mí y me golpean hasta echarme de la sala. La boca me sabe a sangre. Me limpio y entreabro la puerta. Todos han vuelto a sus conversaciones como si nada hubiera pasado. A lo lejos, alguien dicta: Ciento cuarenta y cinco, quinientos cuarenta y seis, seiscientos sesenta y dos, doscientos ochenta y nueve…
Me dirijo a otra puerta, y aparezco en la Torre del Oro. Es de día. Todos miran hacia arriba. Hay alguien en lo alto de la torre. Parece que se va a tirar. Hace un amago y se retira. Vuelve a intentarlo. Todo el mundo está en silencio. Solo observan. La escena se repite en bucle y nadie hace nada. Tampoco intentan disuadirlo.
—¿Qué sucede? —le pregunto a Isabel.
Gira la cabeza para mirarme, abre la boca para decir algo y vuelve la vista hacia el suicida improbable sin llegar a hablar.
Regreso al pasillo y confirmo uno de mis temores: todas las puertas dan a algún sitio, pero son los mismos. Son todos los escenarios del evento, aquellos en los que estuve y en los que no, amplificados de manera insoportable.
Sin tener muy claro el porqué, entro en una de las muchas (sospecho que infinitas) salas del almuerzo. Observo con paciencia a cada persona que hay allí. No están paralizados, pero es como si repitieran un determinado conjunto de frases una y otra vez. Justo cuando había reparado en la gota de sudor que le cae a Salvador por la frente, alguien me interrumpe.
—¿Estamos en un sueño? —me pregunta Eduardo.
—No lo sé —le respondo—. No recuerdo cuánto tiempo llevo aquí. Intento irme pero no puedo.